El Pueblo Elegido

El Pueblo Elegido

  • Relatos cortos
  • 2 capítulos

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Alguien que solo pretende indagar en lo potencial mas allá de las convenciones y de los rebuznos de los que se creen sabios. Alguien que...

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Descripción

Me llamó Isaac Ha-Levi, y he creído reconocer al punto exacto del enojo divino con el que juzgaría la criminalidad de aquellos que tumbándonos con sus golpes, hicieron brotar sangres de nuestras narices, y nos expulsaron del país por el que habíamos sentido un amor perplejo. El Nombre haría eso con el objeto de que las interminables y repetitivas maldades con que dispusieron que nuestras vidas fueran imposibles, no fueran ganadas por la aleatoriedad del olvido. En el momento en que las águilas volaron sobre Berlín, se perdieron junto con la progresión de los siglos, a los alfabetos y las esperanzas, y muchos vaticinios desoladores eran oídos por quienes sufríamos golpes bajos y amenazas. Nuestro mundo era arrasado desde sus fuentes, y hasta en las noches, en el aire se respiraba que lo que vendría se trataría de algo aún más temible; dormíamos y cuando nos levantábamos de la cama, no podíamos separarnos de lo real que eran las pesadillas. Habían decidido que pertenecíamos a una raza de una inferioridad inexorable, y éramos seres rastreros cuyos destinos debían ser infundidos con incertidumbre. Y montaron campañas llenas de perversidad en las que insultaban y atacaban a poblaciones civiles indefensas, con la creencia que así fomentaban una feroz justicia que hasta entonces no había sido aparente, pero que se fortalecía si llevaban a cabo nuevas y briosas maldades. Nos dieron un brusco maltrato que retumbaba como el pito de una locomotora que hace temblar lo que le sale al paso. Nos gritaban lívidos de cólera que con sus palos deformarían a nuestros huesos, debido a que éramos escoria humana y la descripción imperial de lo sucio y negativo. En nuestras comunidades sembraron un pasmoso terror que ellos veían como signo y condición de su propia vitalidad… vincularon a nuestros gemidos con sus victorias, y a nuestra marginación con sus entronizaciones. Su ríspida admonición fue que para ser fuertes tenían que mortificar a los que embadurnaban las calles con sus pies, a los débiles, los pobres diablos que con sus presencias estropeaban a sus campos visuales, los mansos que se asustaban al verlos y no sabían cómo manejar una pistola, y se denunciaban a simple vista con sus vestimentas: los judíos que habrían tenido variaciones evolutivas diferentes a las de los arios. Por lo que no podíamos converger con los gentiles, conducirnos en público, o vertebrar una modesta vida proporcional a nuestras tradiciones. Relato, 44 páginas

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